Elizabeth Mirabal

¿Cómo escribir un breve ensayo informal con cierto rigor académico sobre el supuesto telón de azúcar que ha mantenido distantes a Estados Unidos y Cuba? ¿Cómo, cuándo, quiénes han levantado el pesado cortinaje para traspasar de un lado a otro, para irse, para regresar, para recordar, para encontrar, para conocer, también para rechazar, para definirse en la negación? Pienso en la paradoja de que Dolores Borrero, la hija mayor del doctor Esteban Borrero Echevarría, fuera una de los tantos maestros que a principios de siglo XX viajaron a la Universidad de Harvard para recibir lecciones pedagógicas con que luego educar en la Isla.

Su padre era el mismo que en su legendario cuento “El ciervo encantado” había hablado de la amenaza de la boa constrictor, en franca alegoría a Estados Unidos. Sin embargo, la conciencia de ese peligro no hizo prohibirle a la mayor de sus hijas que emprendiera una aventura con la cual se transgredía el celoso círculo protector que había tendido alrededor de su prole en el apartado Puentes Grandes. En un país recién asolado por la guerra, Borrero pretendía entregarse a la reconstrucción moral. Una carta dirigida al periódico La Lucha a propósito de un suelto que lo aludía expresa su posición:

En lo que la Administración americana se refiere y en cuanto me toque en todas ocasiones declaro del modo más formal que procuraré auxiliarla solamente en todo lo que haga y yo creo bueno; y este ha de ser sin duda el pensamiento de los que amen al país; y de los que sustenten como yo sus [ilegible] principios morales de la Revolución, a los cuales consagré mi vida toda larga y azarosa sin un solo desmayo […].

En ese momento, no experimentaba ni rechazo ni desconfianza: “No miro ni puedo mirar al hombre del Norte que salvó a la población cubana del exterminio a que estaba condenada, como a su enemigo: ni me turba el espíritu en cuanto a él, sospecha alguna deprimente para uno ni otro.” Sus reservas estaban más bien dirigidas a los cubanos oportunistas que se habían mantenido plegados al poder español y que ahora reclamaban beneficios en nombre de falsas inmolaciones. Convocaba al trabajo, a emplear las energías a favor de Cuba, advertía que las escuelas estaban desiertas, y defendía la inteligencia y la capacidad en este caso del pedagogo Alexis E. Frye para auxiliar en ese empeño. Borrero no se dejaba cegar por la intransigencia, presentía un hombre culto que podía ayudar con sus conocimientos, y atacaba a los extremistas, defendiendo el derecho del país a salir adelante.

Porque este tema solo me permite superponer escenas como si jugara con un cinemascopio, recuerdo una dolorosa carta en que Calvert Casey, el escritor hijo de cubana y norteamericano nacido en Baltimore, se quejaba de la estupidez de haber renunciado a su ciudadanía estadounidense en 1947 en “un rapto de comemierdería patriótica.” Su arrepentimiento tiene fecha: era pos 1959 y venía envuelto en la zozobra migratoria que enfrentaba en su exilio italiano, tras haberse marchado de una Isla a la que había regresado para implicarse y ser parte, para publicar su primer libro de cuentos, para recorrer toda la escena del teatro cubano de la época. El discípulo de Katherine Anne Porter que obnubilado repetía ante los visitantes en Casa de las Américas lo que luego calificaría como un disco rayado: la superioridad ética de lo que estaban construyendo dentro un proyecto de justicia social, se había marchado ante el horror de los primeros homosexuales recluidos en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Y ahora, en Roma, bajo el peso de las innumerables traducciones, el otrora hijo pródigo, intentaba sobrevivir enfrentado al dilema moral de continuar dando a conocer sus libros bajo el sello editorial Seix Barral, con la aclaración biográfica de que vivía en Cuba cuando no era cierto, y manteniendo su amistad provechosa con Ítalo Calvino. Su desandar eran los del equilibrista y sus riesgos: lo suficientemente decepcionado para tomar distancia y, al mismo tiempo, lo necesariamente pragmático para darse cuenta de que el contacto con la izquierda era lo que lo permitiría sobrevivir.

Reinaldo Arenas pronto se desembarazó del peso que para Calvert suponía una relación con la izquierda ya minada por el desencanto. Se colocó en un extremo que no le cegaba en su cuestionamiento del nuevo contexto: “Ya en una de mis primeras declaraciones al salir de Cuba había dicho: ‘La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunistra te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar.’” No obstante, el agitador de denuncias abiertas contra Fidel Castro, el hostigador por excelencia de un proceso del que había sido su joven promesa literaria, el desconfiado de todo lo que oliese a una versión de Cuba que lo había vomitado por el puerto marítimo del Mariel, escribía unas puntuales notas a su madre Oneida Fuentes, pendiente de su sustento y bienestar. Allí estaban los anuncios de las cantidades de dólares que le hacía llegar por las vías disímiles, la preocupación constante por sus primos. No era este Arenas el homo político, sino “el familiar de afuera,” el proveedor, que asistía con pequeños auxilios para aliviar la vida de los suyos en el momento oportuno.

La difícil relación de Arenas con una madre que nunca comprendió por qué su hijo se vestía con aquellos pantalones apretados, una tirana del cariño tan bien personificada en su obra literaria, donde coincide con otra fuerza represiva más, me devuelve en un reflejo invertido a la artista plástica Ana Mendieta, la niña Peter Pan, que regresa a Jaruco en 1981 para en su serie Esculturas rupestres reproducir en la piedra caliza una matriz, las curvas maternas de un país que quiere recuperar a través de lo primigenio, de la recreación artística de los gestos de sus primeros habitantes, de las deidades femeninas que adoraron los taínos. Como si por medio de la imitación de un arte aborigen con esos úteros abiertos clamara por una Isla protectora, madre de todos, y, al mismo tiempo, virgen de los grandes avatares. Una Isla solo hermosa por su naturaleza, purificada por el dolor del parto de sus hijos, aún sin contaminar por la Historia que la coloca en el mapa geopolítico internacional. Un volver entrañable que tiene que ser en sus superficies, en la sinestesia, en su piel, en lo aparentemente más primitivo y por ello más esencial.

Los ecos que proyecta mi pequeño panteón cubano traen otro nombre extraño: Anna Veltfort, quien hasta hace muy poco para la academia estadounidense fuera la misteriosa mujer a la cual Lourdes Casal dedicara un poema de culto en la tradición cubano-americana, esos devastadores versos donde se le revela que es demasiado habanera para ser neoyorkina y demasiado neoyorkina para ser cualquier otra cosa. La cubana descolocada entre dos culturas experimenta una comunión con la muchacha americana llevada por sus padres a la Isla-reino-del-proletariado en 1962. Ella ha caminado por las calles de La Habana, ha hecho amigos cubanos, ha estudiado en la Universidad de allá, ha tenido acaso una vida que hubiese podido ser la de Casal. Lo que las une es precisamente el cruce de sus caminos, el hecho de que una se marche cuando la otra va; que la otra regrese – a tal punto que regresa hasta en sus restos, pues decide morir en Cuba – cuando la otra se retira para siempre.

Mientras Veltfort ha debido salir tras una década de vida cubana y retornar a Estados Unidos, el país donde sus padres no quisieron que viviera, herida ya para siempre por la intolerancia y la incomprensión social, habiendo sufrido junto a sus amigos la represión homofóbica desde el enrarecido mundo de la Escuela de Letras; Casal tiende puentes para concederle una segunda oportunidad al país donde nació y creció y del que partió con veintitrés años. A través de sus estudios se aproxima a la Isla en un denodado intento por acaso entenderse a sí misma. El que titule a su poema con la dedicatoria “Para Anna Veltfort” trasciende la solidaridad y la compasión ante el conocimiento de esa microhistoria poco edificante: la golpiza injusta a que Veltfort y una amiga son sometidas en el Malecón en 1967 sencillamente por haber sido identificadas como lesbianas, y el posterior sinsentido en que las víctimas de poco más de veinte años son convertidas en victimarias, en una estación de policía acusadas de “escándalo público” ante sus fornidos atacantes masculinos. Anna Veltfort, la existencia de su herida, es otra de las razones por las cuales Lourdes no puede volver a ser “otra cosa”: condenada a ese eterno between, a la existencia en el guion del que hablara Gustavo Pérez Firmat.

La realidad hostil que Anna ha padecido, aleja a Lourdes del espacio espiritual que trata de recobrar. El trauma emocional al que han expuesto a la muchacha americana que creyó en la utopía revolucionaria cubana, pudiera también ser el suyo si el destino elegido hubiese sido permanecer en su país. Su poema es la realización en palabras de aquello que le confiesa en una carta a Anna que quisiera hacer: asumir el dolor de su memoria de una forma explícita. Su mejor manera de hacerlo es convertir en título, en asunto de primera importancia, en letra visible a primer golpe de vista, aquella historia que han relegado a no existir. Para los cubanos que vieron la película Lejanía de Jesús Díaz, el poema de Lourdes Casal era el himno de aquellos jóvenes que como Ana Mendieta navegaban hacia Cuba en una revista de nombre ancestral: Areito. Otra vez instalarse en los orígenes, en la celebración gozosa de los primeros pobladores de Cuba en aras de conectarse con el sentido profundo de un país que se dibujaba como principio y herencia.

Dolores Borrero se evade y retorna convertida en una maestra graduada de la Universidad de Harvard aun con el fardo de la suspicacia frente a la interesada presencia americana en la Isla, pero confiada en la benevolencia de la acción de un pedagogo; Calvert Casey se debate en la maraña de su condición de híbrido; Arenas encuentra por algún tiempo en New York el refugio que luego arropa a Anna Veltfort, pero como Ana Mendieta se suicida en el mismo escenario. El telón de azúcar se traspasa y se convierte en vaivén de seres que se nutren de un líquido amniótico que ora los repele, ora los recibe. No es un telón de azúcar, es algo más laberíntico, intrincado, resistente y endeble a la vez: se trata de una teleraña donde las presas, incluso desprendidas, arrastran traslúcidos y pegadizos hilos que delatan su pertenencia conflictiva.