Una vista detrás del telón

Andrea Queeley

El telón de azúcar es una metáfora que significa mucho más que la desconexión económica, política, e ideológica entre Cuba y los Estados Unidos después de la Revolución de 1959. El azúcar fue la base de la economía colonial y postcolonial de Cuba en el siglo diecinueve, malogrando, o burlándose de las aspiraciones y declaraciones de libertad y soberanía para muchos. Cuando tiras el telón, sangre, espaldas rotas, y angustia inundan el teatro como el pasillo del Overlook Hotel en The Shining (1980), la película clásica de Stanley Kubrick. Cuando nos fijamos con cuidado, cuando pensamos en el pasado silenciado de Michel-Rolph Trouillot y las historias ocultas que muchas veces no estaban ocultas para los productores de azúcar, podemos darnos cuenta que el telón de azúcar ya estaba allí incluso antes de que la Revolución cubana perturbara el orden natural(izado), antes de la nacionalización de negocios y la ruptura de lazos diplomáticos. Encontramos la magia del telón de azúcar no en el haber separado dos países conectados históricamente, culturalmente, y económicamente, sino en el hecho de que los cuerpos negros que alimentaban la industria que dan a este telón su nombre son mayoritariamente invisibles en su evocación. Desde mi punto de vista, el telón de azúcar funciona para dividir realidades simultáneas e interdependientes: separando amos de esclavos, soldados españoles de mambises, damas de casa de criadas, militares estadounidenses de la Base Naval en Guantánamo de trabajadores antillanos, el embargo del bloqueo, Castro de Fidel, y quizás mi ser investigadora y estadounidense de mi ser diaspórica y negra.

Aun así, ir más allá del telón de azúcar nos obliga a hacer visible no sólo lo que el telón esconde, sino las ilusiones que crea también. Una ilusión, asociada por supuesto al acto de desaparecer a los que hacen el azúcar, tienden a borrar a cientos de miles de obreros antillanos negros y de habla inglesa que migraron a varios lugares latinoamericanos comparativamente dotados de capital, formando lo que Lara Putnam ha llamado una “red migratoria en expansión” a finales del siglo diecinueve y a principios del siglo veinte (The Company They Kept: Migrants and the Politics of Gender in Caribbean Costa Rica 1970-1960, The University of North Carolina Press, 2002). En Panamá y otros países centroamericanos, fue el ferrocarril, el Canal, y el plátano los que atrajeros a inmigrantes, pero el auge del azúcar en Cuba después de las guerras de independencia, financiado por dinero estadounidense, puso el país en el mapa de destinos atractivos.

Igual que en otros lugares, la gente que componía esta fuerza laboral móvil, a quienes se denominaban extranjeros indeseables a raíz de la amenaza que su negritud implicaba para el destino racial preferido de la República, desarrollaba una infraestructura institucional: asociaciones étnicas, sociedades de ayuda mutua, instituciones religiosas, logias fraternales, escuelas en inglés, y equipos de críquet. De hecho, a la altura del movimiento Garvey, Cuba tenía el número más grande de sociedades UNIA (Asociación Universal para la Mejora del Hombre Negro, UNIA, por sus siglas en inglés) detrás de los Estados Unidos, e inmigrantes antillanos de habla inglesa representaba la mayoría de su membresía. El British West Indian Welfare Centre (Centro de Bienestar Antillano), establecido en 1943 en Guantánamo, fue una de las organizaciones de inmigrantes más visibles, dado que existía una migración interna significativa desde Camagüey y otras partes de Oriente a Guantánamo a finales de los 1930 y 1940 en el contexto del boom del empleo que acompañó la expansión de la base naval estadounidense. Las comunidades que vivían cerca de la base se desarrollaban para satisfacer las necesidades de los soldados con licencia; de hecho, uno de los cubanos jamaiquinos con quien conversé durante mi trabajo de campo me contaba de su trabajo como guía para “El Franco.” El hablar inglés le ayudaba a facilitar la compra de todo desde los servicios sexuales hasta los zapatos de cocodrilo. Los antillanos que vivían en y alrededor de Guantánamo y viajaban a sus puestos bastante bien remunerados, estables, y por eso muy deseables en la Base cruzaban la frontera físicamente cada vez que se iban, moviéndose entre los mundos sociales, materiales, y políticos de Cuba y los Estados Unidos.

En el período post-1959, Guantánamo se convirtió en un lugar donde se manifestaban las hostilidades en aumento entre Estados Unidos y Cuba, impactando las vidas de los que vivían en comunidades antillanas de habla inglesa. La frontera entre la base naval y la tierra cubana se militarizó con la construcción de una muralla y un puesto en guardia por el lado cubano y balaceras de los lados (ver Jana Lipman’s Guantánamo: A Working Class History Between Empire and Revolution, University of California Press, 2009). Los trabajadores lidiaban con estas hostilidades diariamente, aguantando un cateo al desnudo de ida y vuelta a su trabajo y, muchas vecesdespedidos. Además, el gobierno revolucionario veía a los que vivían cerca de la base como una amenaza a la seguridad nacional. Se les hacían sospechosas sus conexiones sociales y económicas, además de su cercanía geográfica a la base naval, lo que permitían numerosos intentos de fuga a los que se habían desilusionado con la sociedad revolucionaria. Su presencia se asociaba al imperialismo estadounidense--habían venido a Cuba a través de compañías americanas en busca de una fuerza laboral barata y vulnerable para trabajar en las plantaciones, cocinar y servir su comida, lavar su ropa, criar a sus niños, cuidar a sus tierras, construir su base naval. Sus lazos familiares e institucionales en el Caribe de habla inglés y los Estados Unidos sembraron dudas sobre su lealtad a la Revolución e insinuaba una identidad no exclusivamente cubana, algo que se veía mal por parte de un estado nacionalista que buscaba consolidar el proyecto revolucionario a través de la unificación cultural y homogeneización.

Sin embargo, durante la crisis económica después de la caída de la Unión Soviética, estos vínculos se revitalizaron. Las logias, iglesias, y asociaciones étnicas establecidos durante la primera mitad del siglo veinte por inmigrantes antillanos se convirtieron en espacios comunitarios vitales arraigados a concepciones culturales no estrictamente cubanas. En 1993, por ejemplo, un grupo de profesionistas de mediana edad establecieron el Young People’s Department of the British West Indian Welfare Center (Departamento de Jóvenes del Centro de Bienestar Antillano). Durante los tiempos más difíciles del Período Especial, cuando el gobierno empezó a permitir y, en algunos casos, estimular las conexiones al extranjero por razones económicas, esta rama del Centro tradicional emprendió un proyecto de rescate de sus raíces antillanas, desarrollando y promoviendo conexiones al mundo caribeño de habla inglesa en el pasado y el presente.

Yo empecé a conocer al telón de azúcar en Cuba en 1996, cuando buscaba, no las historias asfixiadas de los pueblos caribeños, sino un espacio nacional del pertenecer negro. Entendí lo que la Revolución cubana había logrado y quería verlo frente a frente. Sin embargo, tropezaba con las historias de los jamaiquinos (así se denominan a pesar de que los inmigrantes venían de todas partes de las Antillas Occidentales Británicas), y luego las empecé a buscar activamente. Éstas representaban una vista detrás del telón que me fascinaba. En cierto sentido, me parece que mi interés se debe a las conexiones que veía con los cubanos cuyos padres y abuelos antillanos se establecieron en Cuba mientras que los míos fueron a los Estados Unidos, y a las revelaciones sobre la diáspora que surgieron como un elemento distinto de esta historia caribeña. Por ejemplo, en el proceso de conocer a inmigrantes antillanos y sus descendientes en Guantánamo, conversaba con uno de mis contactos claves sobre nuestros gustos musicales, y él mencionó que siempre le había encantado la música de Luther Vandross. Sabiendo que los cubanos tuvieron muy poco acceso a la música estadounidense, le pregunté cómo había conseguido su música. Me dijo que en Guantánamo se podía captar la señal de un satélite que traía toda la programación estadounidense a los que vivían en la base naval y así podían ver los programas de los años 1970 y 80, incluyendo Soul Train. Me contaba que él y toda la gente del barrio se reunían frente a la televisión y miraban Soul Train los sábados por la mañana y pasaban las tardes ensayando los pasos. Compartiendo con él mi propia experiencia de Soul Train como una línea de vida a una negritud afirmativa que deseaba de jóven, luego me di cuenta de que ese avance poderoso en la cultura popular negra estadounidense había abierto un espacio diaspórico. Los espacios diaspóricos no existen gracias a la presencia de alguien que viene de otro lugar; en mi opinión, se crean. Durante mis investigaciones, descubrí que estos momentos de pertenencia negra no invalidan los enredos y asimetrías del poder que muchas veces se ignoran en nuestras concepciones de diáspora.

Otro intercambio que subraya este baile entre conexión y desconexión y cómo el telón de azúcar funciona como intermediario y metáfora de la distribución global del poder surgió de una pregunta que me hizo uno de mis interlocutores sobre la experiencia en Estados Unidos. Quería saber si yo había leído la Autobiografía de Malcolm X y si sabía que el legado de Antonio Maceo (líder durante las guerras de independencia) fue tanto intelectual como militar. En un momento, me miró y me dijo, en un tono casi conspiratorial, como si revelara un secreto bien guardado, “todos somos iguales...pero todos no somos iguales.” Enumerando las formas de discriminación social que afrontan los cubanos de color y preguntándome sobre las relaciones raciales en Estados Unidos, terminó diciendo, “No tengo ningún problema con los Estados Unidos. Sólo quiero vivir el resto de mi vida en paz. Estoy cansado de toda esta guerra guerra guerra!” Incorporado en este momento hay conexiones e influencias mutuas emblemáticas de migraciones forzadas y voluntarias. Humberto, descendiente de inmigrantes haitianos a Cuba que se casó con la hija de jamaiquinos, en una conversación con una antropóloga de descendencia montserratina de los Estados Unidos, recurre a su conocimiento de un líder negro nacionalista de Estados Unidos, hijo de una granadina multirracial y un partidario de Garvey nacido en Georgia, y un general cubano, hijo de un campesino venezolano negro y una mulata cubana y que luego se exilió en Haití, Jamaica, y Costa Rica durante la larga guerra de independencia cubana. Evocando dos líderes que son simbólicos de la fuerza, dignidad, y autoestima negra masculina, Humberto demuestra la centralidad de esta lucha contra la falta de reconocimiento y la abyección en los conceptos de diáspora (ver Smith, Hintzen y Rahier, introducción a Global Circuits of Blackness: Interrogating the African Diaspora, University of Illinois Press, 2010). Mi presencia como investigadora que puede viajar a Cuba libremente (de cierta forma) constituye un recordatorio constante de las limitaciones en recursos y movilidad que Humberto afronta comparado con sus contrapartes estadounidenses. Aunque mucho ha cambiado desde ese momento--profundas reformas económicas, la muerte de Fidel, el restablecimiento de lazos diplomáticos, el fin de la política migratoria “pies secos, pies mojados,” y el ascenso del activismo antirracista--el hecho es que yo podía ver detrás de su telón pero él tenía que estar contento con mi versión del mío. A pesar de las intimidades diaspóricas y la dominación racial compartida, el telón de azúcar, que se levantó mucho antes de 1961, y el cual demarca posiciones de privilegio, se mantiene.